viernes, 26 de marzo de 2010

La Fatal Arrogancia del TC (Hoy en Correo)

Gracias al fallo del Tribunal Constitucional en el caso Cementos Lima, en el cual restituyen un arancel al 12%, descubrimos un debate pendiente en las reformas político económicas de los noventas. Me refiero, para ir al fundamento, a la adjetivización “social” del modelo económico imperante.
El modelo de libre mercado dispone, como principio esencial, la libre actuación de los agentes económicos al participar en un proceso de intercambio; es por dicha capacidad de interactuar libre y soberanamente -en beneficio propio- que los intercambios son, por necesidad, mutuamente beneficiosos, ya que nadie participaría en un intercambio que implique una reducción en su calidad de vida, presente o futura.
La introducción de calificativo “social” significa, finalmente, cualquier cosa que quieran que signifique -parafraseando al crítico Donoghue-. En la interpretación actual del término, “social” implica la intervención del estado en todas aquellas situaciones donde los resultados, al parecer de los proponentes, resulten subóptimos. Significa entonces que los acuerdos –libres- a los que podrían arribar los diversos agentes serán ajustados dentro de los parámetros arbitrarios del interventor en cuestión -la “fatal arrogancia” de la cual nos alertaba F. Hayek-.
El reciente fallo sobre los aranceles al cemento grafica, perfectamente, dicho escenario. Los magistrados del TC, en un alarde de altanería, sustentan la restitución del arancel basados en una visión económica proteccionista y mercantilista. Los beneficiados –por supuesto- no serán los consumidores, quienes estarán tanto limitados en cuanto a calidades como obligados a pagar un “precio capricho” por parte del productor local, sino la empresa beneficiada con el fallo.
Y es que, ese es el problema de fondo cuando se utilizan términos que dicen mucho pero significan poco. ¿Cuándo es un resultado “socialmente” óptimo? ¿A criterio de quién? ¿Bajo qué análisis y bajo cuál marco interpretativo?
El burócrata que supone contar con un conocimiento mayor a los millones de agentes económicos intercambiando diariamente en busca del beneficio propio arremete inevitablemente contra una barrera infranqueable: la limitación en la dotación y capacidad de razonamiento inherentes al individuo. El descalabro del modelo soviético –y de sus satélites- se origina precisamente en dicha limitación.
Nuestros tribunos han optado por actuar bajo sus limitados marcos teóricos, sus reducidos conocimientos sobre el mercado en cuestión y favoreciendo, de paso, a un agente específico en detrimento de millones de consumidores locales. Habría, eso sí, que agradecerles por su explícita actuación ideológica, librándonos al resto del penoso proceso de inferir -en base a sus fallos- sobre sus posturas político-económicas.

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